Nunca había un lugar, ni una hora, ni una pauta. No había
nada que hiciese presagiar un acercamiento, una respiración, el leve roce de
una ráfaga de aire que antes le hubiera rozado a él y llegase hasta ella en
forma de caricia diluida en miles de millones de mililitros de nostalgia
enmascarada en aire fresco del otoño, o en olor a tierra mojada.
Pero eran pacientes, y se sabían los dueños del destino que
pintaron hace un millón de años, tal vez en Siria, o en la Patagonia. Antes,
mucho antes, de que los nombres existieran y las fronteras tuvieran un sentido
y otra vez lo perdieran. No tenían prisas porque, en el fondo, se sentían
poderosos, eternamente enlazados por letras infinitas y melodías que más tarde
o más temprano les acercaban por muy lejos que pudiera parecer que se
encontraban. Letras y tildes siempre fueron sus aliados, haciendo del universo
un simple cuaderno para mandarse notas que les quebrasen la voz en medio de una
multitud de analfabetos cósmicos.
Ellos no necesitaban coexistir en el tiempo y la distancia
(o el espacio), porque en realidad siempre han estado juntos, a pesar de que
ninguno de los dos supiera del día a día del otro más que por breves nociones
escritas en cirílico y estratégicamente colocadas en lugares inmensos y llenos
de otra gente ajena a todo.
Así seguía la vida, al margen del aire frío que te entra por
los ojos y vuelve las pupilas brillantes como escarcha en un amanecer de enero
(como aquel maldito 2 de enero). Y a
veces había suerte, y el mundo se retorcía en su propio eje para que las
miradas se cruzaran en un lugar insospechado o sospechado (tal vez esperado)
por ambos, y a veces había sólo esa mirada, y un gesto de descuido que hiciera
inapreciable el encuentro que esbozaría durante meses los sueños de uno de
ellos. Otras veces, por el contrario, la historia se cruzaba, y entre canciones
desenmarañaban un milímetro del hilo con el que Penélope tejía cada día aquel
absurdo cuento. Entonces se tocaban de verdad, y se olían, mientras alrededor
todos estaban sordos y empapados del estridente fango del absurdo y la prisa.
Pero allí, fundidos en un abrazo, en una palabra a gritos en el oído, en una
mano en la cintura, en un “no te acerques tanto, que no puedo” - que ni
siquiera se atrevían a pronunciar-. Allí, en unos ojos que de nuevo se habían
hecho marrones, en una voz temblorosa y escondida entre risas: allí estaba la vida
a manos llenas, y la magia, y el niño que aparece sentado en el medio de un
parque tapándose los ojos mientras se entrelazan los dedos y hace frío, y es plena
madrugada y casi llueve, y un chicle de fresa porque ella sospechaba que eso
prefería él, y el futuro nos depara desidia, pero ahora somos la intensa luz
del día y la furia del mar al romper en las rocas de un estrecho…
Eso era todo.
Y Eso era suficiente, pese a todo.
Ambos sabían que el encuentro furtivo y fortuito no duraría
más que una milésima parte de un relámpago, por eso inhalaban cada mota de luz,
para después desbrozarla poco a poco en las eternas noches, e ir alimentándose hasta
la siguiente nota que les llegara desde cualquier dimensión interestelar.
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