En su maldad extrema, se sentaba en un rincón oscuro de su oscura mansión a contar por millones a sus víctimas. Ya amenazaban con conquistar el mundo con sus aparatejos ensamblados con pinzas microscópicas que sólo ellos eran capaces de manejar, gracias a la minúscula ventana que apuntalaban sus pestañas, pero a él eso no le importaba. Ni tampoco los problemas demográficos derivados. Él quería su arroz y su "celdo aglidulce", y el resto del planeta le era indiferente.
Achinar, encoger y comer wan tan frito, así se pare el mundo de un impulso.
Jugar a ser dios por un menú número 2 un día de lluvia...
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