En aquellos días, la camarera se dedicaba a hablar de lo mucho que le gustaba una tormenta de verano mientras barría apresuradamente el salón.
Una mujer tomaba su refresco apoyada en la barra. Apenas tres clientes en la cafetería y la idea de un suceso espacio-temporal rondando la cabeza de la camarera y su encargado, que observaba desde detrás del grifo de cerveza. Es el nublado, se dijeron, y la señora de la barra les miró, reprochando, tal vez, que mantuvieran conversaciones de aquel calibre ignorando de algún modo su presencia.
La cosa no acabó ahí, siguió por derroteros que apuntaban la posibilidad de que ambos (camarera y encargado) se hubieran levantado de madrugada, abriendo la cafetería a una hora absurda y sirviendo desayunos a horas intempestivas.
Aquello hubiera sido algo amoral, una ordinariez cósmica que jamás podría haber sido bien vista en ese barrio. Por eso desecharon la idea, ya que, de haberse comportado de aquel modo, probablemente no hubiesen servido ni la mitad de los desayunos.
Ella siguió barriendo y recogiendo la basura. Él se teletransportó al ballet del martes por la noche, rodeado de gente importante que sabe cómo vestir y vestirse. Y a su cena de enamorados de verdad, de esos que se rozan las manos y están deseando volver a casa y mantener una conversación dificultosa mientras se lavan los dientes antes de ir a dormir.
No llovió por la mañana que podría haber sido madrugada. Tampoco lo hizo por la tarde, y la camarera continuó añorando esas tormentas de verano que le hacían sentir un poco más viva, y recordando los viejos tiempos en los que realmente sentía que podía recorrer cualquier país y darle un nombre nuevo, agarrada, quizá, de la mano de alguien que de verdad quisiera quererla a su manera y estrechar su cintura en las noches vacías, en los silencios, mientras imaginaban un futuro posible, aunque improbable, desbaratando el hilo de la noche y el sueño para alcanzar el día repletos de cansancio e ilusiones.
Una mujer tomaba su refresco apoyada en la barra. Apenas tres clientes en la cafetería y la idea de un suceso espacio-temporal rondando la cabeza de la camarera y su encargado, que observaba desde detrás del grifo de cerveza. Es el nublado, se dijeron, y la señora de la barra les miró, reprochando, tal vez, que mantuvieran conversaciones de aquel calibre ignorando de algún modo su presencia.
La cosa no acabó ahí, siguió por derroteros que apuntaban la posibilidad de que ambos (camarera y encargado) se hubieran levantado de madrugada, abriendo la cafetería a una hora absurda y sirviendo desayunos a horas intempestivas.
Aquello hubiera sido algo amoral, una ordinariez cósmica que jamás podría haber sido bien vista en ese barrio. Por eso desecharon la idea, ya que, de haberse comportado de aquel modo, probablemente no hubiesen servido ni la mitad de los desayunos.
Ella siguió barriendo y recogiendo la basura. Él se teletransportó al ballet del martes por la noche, rodeado de gente importante que sabe cómo vestir y vestirse. Y a su cena de enamorados de verdad, de esos que se rozan las manos y están deseando volver a casa y mantener una conversación dificultosa mientras se lavan los dientes antes de ir a dormir.
No llovió por la mañana que podría haber sido madrugada. Tampoco lo hizo por la tarde, y la camarera continuó añorando esas tormentas de verano que le hacían sentir un poco más viva, y recordando los viejos tiempos en los que realmente sentía que podía recorrer cualquier país y darle un nombre nuevo, agarrada, quizá, de la mano de alguien que de verdad quisiera quererla a su manera y estrechar su cintura en las noches vacías, en los silencios, mientras imaginaban un futuro posible, aunque improbable, desbaratando el hilo de la noche y el sueño para alcanzar el día repletos de cansancio e ilusiones.
1 comentario:
Cerca de la cafetería habita un amonites indiferente.
Publicar un comentario